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CinemaScope

Tom Cruise y el inmenso valor del cine popular

No es solo mejor que la original, sino que reivindica, de la mano de su estrella, que el cine se inventó para que el público fuera a ver películas como ésta

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Abordar el estreno de una película como Top Gun: Maverick exige una serie de reparos. En primer lugar, su necesidad. ¿Era necesario que su protagonista volviera a encarnar uno de sus personajes más celebrados treinta años después? En segundo lugar, el riesgo de reincidir en determinados lugares comunes bajo la prioridad de contentar a los fans de la cinta original. Y, en tercer lugar, la conveniencia de una película que parece contravenir las tendencias actuales del cine de Hollywood.

Sin embargo, hay un aspecto determinante que confiere un valor añadido al proyecto, una especie de escudo protector frente a todos esos prejuicios: la mera presencia de Tom Cruise, que se ha reivindicado durante las últimas dos décadas -en especial a través de la saga de Misión Imposible- en uno de los principales garantes del cine popular y de entretenimiento, tal y como lo hemos conocido antes de que la recreación digital terminara por abarcarlo todo y convertir la imaginación en una herramienta al servicio de la ostentación y el más difícil todavía, aunque agotando asimismo la capacidad de sorpresa. 

En este sentido, Top Gun: Maverick existe gracias a Cruise, quien no solo se ha empeñado en que sea mucho mejor que la cinta de Tony Scott, sino que vuelve a demostrar que el cine se inventó para que el público fuera en masa a las salas a ver películas como ésta: acción, romance, aventura, espectáculo. Y con mayor mérito en un momento en el que la mayoría de películas de estreno van directamente a las plataformas en streaming.

Por supuesto, el filme reincide en numerosos guiños al primer Top Gun, desde los contraluces que tanto gustaban a Scott a la música, el discurso patriótico -aunque se desconozca al enemigo-, la rivalidad entre pilotos o el paseo en moto, pero hay dos circunstancias significativas que lo sitúan por encima de la cinta de 1986.

De un lado, su discurso en torno al fin de una era en la que las máquinas terminarán relevando al hombre -y que puede aplicarse a otras muchas realidades-; y, del otro, la más que eficiente puesta en escena de Joseph Kosinski de las escenas de combate en el aire, subrayada por un excelente montaje posterior que hacen de ésta una meritoria película.

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