Quintín Crisóstomo, como su propio apellido indicaba era una boquita de oro, tenía una dialéctica que cautivaba a los más escépticos, incrédulos y resistentes, era en el mejor y mágico sentido de la expresión “un encantador de serpientes”, y sus disertaciones ante el pequeño o el gran público no sonaban a aprendidas, mecánicas o rutinarias, sino que eran toda una lección de una magistral comunicación.
Recuerdo mis tiempos de estudiante en Madrid, en los que una de las catedráticas de la Complutense le solía decir a un compañero de clase, que tenía gran parte del éxito garantizado con su sola presencia, y no es que con esto quiera defender que el físico es lo único importante a la hora de transmitir un mensaje, pero que duda cabe que una apariencia agradable es un buen punto de salida. En este sentido nuestro Crisóstomo de turno cumplía con creces el perfil, ya que además de no ser mal parecido, era más limpio que los “chorros del oro”, tremendamente cuidadoso en el vestir y acicalado al máximo en su peinado y perfume que dejaba una estela de buen olor por todas partes que pasaba. Todo lo cual provocaba una agradable impresión, en todos los que tenían la oportunidad de conocer a Quintín. Era la imagen antagónica de aquellos que por muy buen verbo con el que predicarán , se empeñaban en ignorar que hay que bañarse a diario, lavarse los dientes y van dejando a su paso un hedor insoportable e aromas indeseables y halitosis insoportables , que lejos de acercarles a la gente , coloca una muralla entre ellos y los demás. Nuestro amigo antes de emitir palabra alguna, tenía una actitud positiva hacia el mundo y sus moradores, lo que le dotaba de unas grandes dosis de entusiasmo y optimismo, frente a los que están imbuidos permanentemente de un derrotismo y pesimismo del que es mejor estar lejos por ser altamente contagioso. Era una persona mesurada y equilibrada, cuyas palabras se traducían en un discurso metódico, ordenado y claro, y que no había caído victima de desbarajustes, paranoias y esquizofrenias que se convertían a la hora de transmitir algo en una soflama de consignas excluyentes hacia todo lo que no fuera su pensamiento. Entre otras muchas cualidades Quintín tenía una memoria prodigiosa, que le permitía recordar en cualquier momento nombres, rostros y situaciones, tal vez como consecuencia de que era una persona interesada por todo lo que ocurría a su alrededor y tremendamente observadora, en tanto que hay quienes quieren producir el milagro aprendiéndose cuatro recursos a última hora con el fin de dar el pego, y eso más temprano que tarde, no cuela. Otras de las cualidades que adornaba a nuestro personaje era su portentosa imaginación, que le permitía crear y combinar elementos, y responder con una gran facilidad ante cualquier situación imprevista, lo que no se parecía en nada a aquellos que por mucho que les preparen sus intervenciones a duras penas son capaces de repetir aquello que tienen delante de sus narices. Quintín demostraba también una gran sensibilidad en su relación con los demás, compartiendo con ellos sus alegrías, penas, dolores y sabiendo tener un trato cariñoso y tierno con la ciudadanía, interesándoles los sentimientos de sus vecinos, tan distinto de esos monigotes que se creen el centro del mundo y se consideran en la cúspide de la estupidez y la soberbia como unos seres distintos y privilegiados. Pero tal vez lo más sorprendente es que nuestro buen orador, no sólo pregonaba con una gran capacidad de seducción, sino que tenía iniciativas políticas y se comportaba como una persona honrada a la que la gente creía, sincera que no lanzaba promesas al viento, coherente entre su decir y su actuar e incapaz de traicionar la confianza que habían depositado en él. Esta actitud le costaba en numerosas ocasiones muchos sacrificios, ya que como decía William Shakespeare “es mejor ser rey de nuestros silencios que esclavos de nuestras palabras”.
Curioso Empedernido
Quintín Crisóstomo
- Juan Antonio Palacios
- Curioso Empedernido
Publicado: 18/01/2010 ·
17:39
Actualizado: 18/01/2010 · 17:39
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