Algo tan sencillo y tan asequible, sobre todo en tiempos de crisis, como pasar la mañana o la tarde dando un paseo por la Alameda de Cádiz puede convertirse en una experiencia incómoda. Y no es por la zona ni por el paisaje, que es precisamente uno de los más impresionantes que posee la capital, sino por su suciedad y dejadez. Es cierto que el Ayuntamiento ha desarrollado varios programas para intentar mejorar esta zona, pero siguen sin sacer el máximo rendimiento a este rincón tan gaditano, punto de diana de muchas letras de carnaval y enclave cofrade de referencia. La culpa no sólo es del Consistorio, la buena utilización de los usuarios también es fundamental. Independientemente del día y de la hora que se transite por la Alameda es inevitable percibir un fuerte olor a orín que se acentúa en algunos rincones. Los bancos desde luego pueden servir para todo menos para sentarse, antes es necesario pasar un paño. En la balaustrada, restos que evidencian que ha habido gente pescando. Muchos de los árboles sostienen ramas secas que saltan a la vista desde lejos. En los jardines, bolsas con comida para gatos y todo tipo de despercidios. Los servicios, que están siempre cerrados al público, están llenos de polvo, grasa, hojas pegadas y verdín. En general, la Alameda ha quedado como un lugar para pasear al perro y como punto de encuentro para los trapicheos de unos cuantos. Ante este panorama es lógico que apenas existan padres y madres valientes que corran el riesgo de llevar a sus hijos a jugar a la Alameda. Ni siquiera las novias quieren hacerse ya el reportaje de fotos allí. Para recuperar este enclave sería necesario, en primer lugar, realizar una limpieza y una restauración a fondo y en segundo lugar, incrementar los puntos de luz e incluso instalar un kiosco, de los que cumpla la normativa.