Con el paso del tiempo uno se va volviendo más perezoso a la hora de entender según qué cosas. Hay otra forma de verlo: hemos aprendido a priorizar. A mí me ocurre con
las páginas de instrucciones. Hubo un tiempo en que las devoraba para sacarle todo el partido al equipo de música o la cámara de fotos. Ahora me cuesta la misma vida pasar de la segunda página, salvo que sean los cuadernillos de
Ikea, donde no queda más remedio que seguir cada uno de los pasos. Y si no, siempre hay alguien que te lo resume en un tutorial de
youtube.
Con la nueva selectividad -hasta este año no he logrado aprenderme las nuevas siglas,
PEvAU-, me ocurre otro tanto de lo mismo. Cuando mi hija se presentó el año pasado no entendía -o no me esforzaba por entender- por qué unos exámenes sí y otros no, o por qué ya no basta con el 10, sino que hay que llegar al 14 para alcanzar la excelencia. Tiene su explicación, pero me da pereza conocer los detalles. Ya pasé por ahí y sólo recuerdo el examen de inglés: a esa hora
jugaba España contra Bélgica el partido decisivo para pasar a cuartos de la Eurocopa. Para relajar la tensión, el director del instituto entró un par de veces en el aula para avisarnos de cada gol.
Esta semana conoceremos los resultados de la prueba de este año e iremos en busca de los alumnos con mejor nota del Campus, para los que no suele haber otra fórmula mágica que la de estudiar, sobre todo si aspiran a entrar en alguna de las
universidades públicas que se ven obligadas a imponer notas de corte casi tiránicas por cuestiones de cupo, al tiempo que alimentan el negocio de las florecientes universidades privadas.
De cualquier modo, con mayores o menores aspiraciones, todos llegan a los exámenes con las instrucciones bien aprendidas, incluso con técnicas de respuesta practicadas en clase durante los últimos meses, pese a lo cual hay determinadas circunstancias que se repiten y sobresalen por encima de la nota final y que,
desde la generalidad -con lo odioso que es generalizar-, dibujan un preocupante panorama, hacen de termómetro social, sobre todo desde el punto de vista de la formación humanística, que no afecta sólo a esos estudiantes, sino que nos hace corresponsables a todos los demás.
La periodista Elisa Silió publicaba esta semana un reportaje en
El País en el que conversaba con cuatro evaluadoras de selectividad de diferentes puntos del territorio nacional, y las cuatro coincidían en el mismo diagnóstico:
“Muchos aspirantes carecen de recursos para responder porque les faltan horas de lectura y de comprensión del mundo que les rodea. No entienden enunciados de preguntas largos porque se han acostumbrado a leer textos cortos en el móvil”.
Horas de lectura, sustituidas o suplantadas por su atención a las redes sociales, y una comprensión del mundo que les rodea vinculada al consumo de ficción a través de las plataformas en streaming, que se han instalado en sus vidas como la herencia más maliciosa de los meses de encierro a causa de la pandemia.
Componentes a los que durante este último curso se ha incorporado la universalización de la inteligencia artificial, sobre todo a través del
Chat GPT, que no ha hecho sino potenciar determinados códigos de conducta. Pongan la excusa que quieran: no tienen tiempo con los exámenes, no había forma de acceder a determinadas fuentes, están demasiado saturados por sus planes de estudio..., pero ¿cuántos estudiantes han terminado por recurrir a esa herramienta para presentar algún proyecto a lo largo del presente curso?
Gabriela Cañas, expresidenta de la agencia EFE, alertaba hace poco en un artículo que la IA “promete avances prodigiosos, pero los riesgos también han quedado al descubierto”. Se refería sobre todo a la capacidad de engaño y de propagación del engaño a través de los medios y las redes sociales, pero
el riesgo también está en hurtar horas de lectura y en aceptar su visión del mundo bajo el efecto placebo de hacernos la vida más fácil.