Su origen en el fin de una estrella. Los astrónomos definen este fenómeno como un cuerpo en el espacio de masa grande, poco volumen y de una gravedad tal que atrae y aspira toda la energía situada en su campo de acción como el gas del entorno, que a medida que es engullido forma una espiral o “disco de acreción”, que gira, se calienta y se ilumina, o la luz, lo más veloz en el Universo, que paradójicamente y a su vez impide que el fenómeno pueda ser observado.
Los agujeros negros representan la última fase en evolución de grandes estrellas, aquellas que al menos fueron entre 10 y 15 veces más grandes que el Sol.
Pero, no todas esas estrellas se convierten en agujeros negros, solo forman este fenómeno cósmico las que son muy masivas, cuando al final de su vida agotan su combustible, colapsan entre sí mismas de forma catastrófica y en su desplome forman un pozo en el espacio o agujero negro, donde a su vez es muy difícil precisar qué pasa con el tiempo.
En cualquier parte del Universo
Invisibles por definición, los agujeros negros son finitos, tienen un tamaño determinado por el que se distinguen y su superficie esférica recibe el nombre de “horizonte de sucesos”, el límite más allá del cual es imposible ver nada y tampoco escapar de él.
Pueden estar ubicados en cualquier parte del Universo. Es más, se cree que en la mayoría de las galaxias hay un agujero negro supermasivo en su centro.
Gaia BH1 y Gaia BH2 son un ejemplo, y los más próximos a la Tierra, se encuentran a unos 1.600 años luz, orbitan alrededor de una estrella similar al Sol y son 10 veces más masivos que éste.
Primera imagen de la historia
Aunque los Gaia se localizaron en 2022 y 2023, respectivamente, la primera imagen de la historia de este fenómeno cósmico es relativamente reciente, data del 10 de abril de 2019, cuando el consorcio internacional Telescopio Horizonte de Sucesos (EHT, en sus siglas en inglés) presentaba al mundo, desde Bruselas, la única presencia existente hasta esa fecha de Messier 87, un agujero negro localizado tras los estudios y observaciones procedentes de una red de ocho observatorios colocados en distintos puntos del mundo.
Fue bautizado como M87, por el nombre de la galaxia en la que reside, fuera de la Vía Láctea y a unos 53,5 millones de años luz de la Tierra.
"Hemos transformado un concepto matemático, algo que se explica con fórmulas en una pizarra, en un objeto físico que se puede observar", dijo entonces el italiano Luciano Rezolla, astrofísico y miembro del equipo científico responsable del hallazgo.
Sagitario A, el primero de la Vía Láctea
Pero el 12 de mayo de 2022 científicos también del EHT, presentaban al mundo Sagitario A, el primer agujero negro supermasivo de nuestra galaxia.
Situado en el corazón de la Vía Láctea, a unos 27.000 años luz de la Tierra, Sagitario era el resultado de varios años de estudios tras las observaciones realizadas en 2017.
De aspecto similar al de 2019, era sin embargo mil veces más pequeño y ligero y paradójicamente más difícil de detectar que el anterior, pese a estar más cerca de la Tierra.
Para poder presentar al mundo el hallazgo se necesitaron unas diez mil imágenes de lo que según los científicos tenía “una firma reveladora”: una región central oscura (llamada “sombra”), rodeada por una estructura brillante en forma de anillo y con una masa cuatro millones de veces la del Sol.
“Vemos un centro oscuro delineado por un anillo que es ese plasma que da vueltas. El anillo delimita la zona negra de la que no puede escapar la luz”, detallaba entonces a Efe el español José Luis Gómez, miembro del EHT.
Einstein no los aceptó
Si bien Einstein, uno de los científicos que con sus teorías más contribuyó al conocimiento de este fenómeno cósmico, no creyó no obstante en los agujeros negros, es más, se negó a entenderlos y a aceptarlos y murió sin saber de su existencia.
Lo mismo le sucedió al también científico alemán Karl Schwarzschild, que halló una solución a las ecuaciones de Einstein, descubridoras del fenómeno, que falleció antes de que este se comprendiera.
Fue ya en el siglo XX, concretamente en 1939, cuando Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, y Hartland Snyder demostraron que los agujeros negros no eran algo fantástico, sino que podían existir en la realidad.
En 1967 el estadounidense John Wheeler los popularizó y les dio el nombre con el que se conocen desde entonces, y posteriormente el británico Stephen Hawking, fallecido en 2018, fue el que los describió con sus propiedades y dejó además su paradoja al intentar conjugar este fenómeno cósmico con la física cuántica.
Una fascinación más allá de la ciencia
Pero la poderosa atracción por los agujeros negros, desde hace tiempo una de las áreas más activas de la investigación cosmológica, va más allá de la ciencia.
Edgar Allan Poe en el siglo XIX vaticinaba este loco fenómeno cósmico en su cuento “Un descenso a Malestrom” y describía un torbellino como “un vórtice mortal donde los objetos son arrastrados sin dejar huella”.
El escritor estadounidense se anticipaba así a los agujeros negros, capaces de combinar de forma única elementos que todos podemos compartir: la fascinación de lo absoluto, la intriga sobre el misterioso destino de lo que entra en ellos y la dificultad casi imposible de entender qué le sucede al tiempo dentro de ellos.
Cuenta de ello da también el cine y su fascinación por los misterios que rodean el Universo que tampoco le es ajena a la humanidad y que, como una atracción poderosa se remonta a años luz, en la noche de los tiempos.