Galardonada con el Globo de Oro a la mejor serie dramática de 2011 y gran triunfadora de la reciente gala de los Emmy, Homeland inició hace un par de meses la emisión de su segunda temporada, con la que, más allá de premios y reconocimientos, se ha reivindicado como una serie imprescindible en la que cada capítulo roza la perfección a partir de una trama impredecible, unos diálogos e intérpretes excelentes y una sobria puesta en escena.
Basada en la serie israelí Hatufim (distribuida internacionalmente como Prisoners of war), y creada por Gideon Raff, Homeland ha terminado por adoptar solo alguna de sus premisas originales para desarrollar una trama de creciente suspense, aunque siempre dominada por una bien entendida intensidad dramática, que es donde se fragua la verdadera identidad de la serie. Hay, como mínimo, un par de episodios magistrales en esta segunda entrega que dan buena fe de ello.
La historia, a simples rasgos, arranca con el rescate de un marine que ha permanecido prisionero de Al Qaeda durante ocho años en Irak. Recibido como un héroe nacional, una agente de la CIA sospecha que durante su cautiverio ha podido ser convertido al Islam y entrenado para ejecutar un atentado. A simples rasgos, de hecho, puede ser el esbozo ideal para un thriller de acción, pero en Homeland tienen más valor las trascendencias dramáticas de ese punto de partida que la propia acción. El suspense siempre está presente, pero extiende sus redes al terreno de la política -el Gobierno es el primer interesado en rentabilizar el rescate del nuevo héroe de la nación para justificar su guerra contra el terrorismo- y al del drama, en especial por los conflictos internos, desde el que asiste cada personaje al regreso del sargento Brody -un siempre inquietante Damian Lewis-.
Sus precisos guiones van describiendo con minuciosidad los perfiles de cada uno de los personajes, de manera que cada gesto y cada consecuencia encuentra su justificación, como pieza perfecta del engranaje que hace avanzar la función y al mismo tiempo nos permite comprender los miedos y las frustraciones que combaten en el interior de cada uno de ellos: desde la obsesiva entrega al trabajo de los agentes que vigilan a Brody, hasta el autoconvencimiento del protagonista para seguir adelante con los planes de Abu Nazir. Lo hacen, además, mostrando las cartas encima de la mesa, sin engañar al espectador, conscientes de que el poder de la serie está en ese combate personal, en el sometimiento psicológico de la sociedad contemporánea -y en especial la norteamericana- a la amenaza exterior, representada aquí por el terrorismo islámico.
Un compromiso narrativo magnificado por las interpretaciones de Claire Danes -hace tiempo que dejó de ser la Julieta de Baz Luhrman-, como la agente doblemente atormentada por su implicación personal en el caso -la profesional y la emocional-; Mandy Patinkin -¿se acuerdan del Iñigo Montoya de La princesa prometida?-, sencillamente brillante; y Morena Baccarin -mala malísima de la malograda nueva versión de V-, uno de los más agradables descubrimientos de la pequeña pantalla de los últimos años.