Truman Capote irrumpió una noche de los años 60 en el Café Gijón de Madrid, a sangre fría, con su aureola de escritor internacional y mundano, en busca de algún chapero, y terminó comiéndose unos callos en la barra del local. La anécdota la cuenta Raúl del Pozo en el prólogo del libro ‘La noche que llegué al café Gijón’, de Francisco Umbral, recién reeditado (Austral 2012). Y añade otra. La musa del café por entonces era Sandra Negrín, hija del político socialista exiliado, una modelazo “con culo de avispa y lengua de víbora”, a la que “las señoras de provincia que visitaban el café” le preguntaban:
-“¿Es usted intelectual, señorita?”.
-“No señora, yo soy puta”, respondía la chica, con mucho más ingenio que el padre, aquel oscuro socialista al que acusaron de haberse llevado en la guerra el oro de España a Moscú y cuya figura no fue rehabilitada públicamente por sus propios compañeros de partido hasta noviembre de 2009.
Los viejos cafés son el espejo de una ciudad, sea Madrid, Sevilla o Pontevedra, esos cafés huelen a café, pero en su atmósfera flota un clima de eternidad mezclado con el murmullo de los contertulios y el sonido de las cucharillas, de clientes vivos y muertos, de pasado y futuro, de presente detenido en el poeta anciano sentado en solitario en una mesa porque todos sus amigos ya murieron.
El café más antiguo de Madrid es el Comercial, ubicado en la glorieta de Bilbao, que data de 1887, al que Enrique Tierno Galván acudía todas las mañanas, muy temprano, antes de ir al Ayuntamiento, a desayunar churros con chocolate, y algunos días redactaba allí uno de sus bandos municipales, que eran siempre una maravilla de palabra exacta y castellano clásico.
El Comercial sigue con el mismo mobiliario, la misma luz, la misma atmósfera, la estudiante extranjera que se interesa por algún escritor español y que siempre parece la misma, de modo que las horas, los días, los años y los siglos, se detienen en la taza humeante del café. El Comercial tiene en invierno su mejor hora sobre las siete de la tarde, cuando las mesas se llenan de gente y un murmullo de voces envuelve el apresurado ir y venir de los camareros con su chaqueta blanca de camareros de toda la vida. Hubo quien dijo que al café se va huyendo de un hogar mediocre.
Ya quedan pocos famosos en los cafés. Casi nadie escribe a mano en las mesas. Hay quien llega y enciende el ordenador portátil. César González Ruano fue el último escritor vestido de escritor y viviendo en escritor que hubo en Madrid. Pero queda el café.