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Zaguán de la eternidad

Ahora que todo terminó es cuando todo empieza. Ahora que los sentidos dejaron de sentir es cuando le toca a la médula hacer su trabajo de repelucos indelebles...

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Ahora que todo terminó es cuando todo empieza. Ahora que los sentidos dejaron de sentir es cuando le toca a la médula hacer su trabajo de repelucos indelebles. Ahora que el cuerpo se viene abajo por los esfuerzos es cuando levantamos un esqueleto de emociones para sostenernos en pie en medio del ajetreo diario. Ahora que nos aterra quedarnos a oscuras es cuando nos amanece por dentro un sol inextinguible. Ahora que las calles vuelven a ser calles es cuando nos rotulan a fuego un nomenclátor de gozo en el alma. Ahora que las colas retornan a ser una pérdida de tiempo es cuando el tiempo hace cola en nuestras entrañas para impacientarnos hasta encontrarla de nuevo. Ahora que el mirar se torna ordinario es cuando más nos consuelan esas miradas que nos miraron desde su mirada. Ahora que la vida vuelve a ser mortal es cuando la muerte vuelve a ser posiblemente vida. Ahora que todo fue, sabemos que todo puede ser. Ahora que todo fue, todo sigue siendo en nosotros. 

La eternidad no es más que una resta, el tiempo sin el tiempo. Lo eterno no dura, es; no acaba, es; es un es continuo. El hombre, desde su origen, busca afanosamente esa cápsula extirpada del tiempo humano, donde todo es pleno y sin fin, por siempre, concibiendo lo eterno como algo elevado e inasible. Hace nueve días, o quizá no haga nueve días sino que aún sigue sucediendo, la eternidad se hizo gracia popular y caminó entre nosotros, tan asequible y cercana como para llamarla vecina. Fue un instante eterno, de tal plenitud que negó el espacio y el tiempo humanos para crear el suyo propio.

Fue, o sigue siendo, en la esquina de Escoberos con Parras; la luz bajaba, o sigue bajando, desde las lomas del Aljarafe para envolver el paso como un regalo dorado, como si en el aire acabaran de grafitear la esperanza con un aerosol de oro. La brisa refrescaba, o sigue refrescando, los centenares de girasoles que buscaban el sol de una cara; el aire olía, o sigue oliendo, a suelos escamondados con jabón lagarto, a pucheros, a pétalos, a miel, a colonias de domingo, a barrio y a libertad. La música sonaba, o sigue sonando, a nana de madre, a susurro para no molestar al enfermo, a tarareo de una copla de Juanita que se fuga por una ventana. El aplauso llegó, o sigue llegando, desde Relator como una ola de lava ansiosa cuando enfrentó Parras. Guirnaldas y colgaduras se estremecieron, o se siguen estremeciendo, ante la inminencia de convertirse en bóveda de papel y bordados de aquella catedral populosa. El andar resultó, o sigue resultando, prodigioso, como mecido por colibríes; avanzó, o sigue avanzando, milagrosamente, compás suave para seguir a quien ya quería salirse del paso con la impaciencia de darse a los más suyos. Los zancos se posaron, o se siguen posando, como un suspiro herido, como un beso en la piel del barrio. El silencio retumbó, o sigue retumbando, hasta hacernos oír el tintineo del ancla que se columpia en el interior de su corona. Un jilguero cantó, o sigue cantando, por carceleras desde su jaula en un patinillo escondido. Se oyó el llamador, o se sigue oyendo, para levantar ese ascensor de Juan Manuel que nos abaja la caricia de los nuestros idos. El paso cayó, o sigue cayendo, tan rotundo que provocó un calambrazo desde las plantas de los pies a la nuca que nos recordaba la pertenencia a aquel cahíz de terruño. Temblaron, o siguen temblando, las esmeraldas de su pecho, verdes barquillas entre pleamar de encajes. Las flores llovieron, o siguen lloviendo, como si las antiguas casas de vecinos lanzaran piropos multicolores a la muchacha más guapa del barrio. El arranque de la marcha quiso poner -no lo pondrá jamás en las pupilas del alma- el final a aquella eternidad cuyo vórtice no era otro que la cara de la Esperanza. 

Sonó, y seguirá sonando en nuestras entrañas, Pasa la Virgen Macarena, cuyo título es un presagio de ese presente perpetuo que es el tiempo de la Esperanza, en el que nada se pierde para siempre, donde el pasado y el futuro quedan anudados en ese entrecejo único que es promesa de reencuentros, aduana de un es sin fin, hall de Dios, zaguán de la eternidad.  

Y es que la eternidad debe ser algo muy parecido a aquel breve instante de una tarde de mayo.

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