Carlos Sahagún. Primer y último oficio.

Publicado: 24/09/2015
Con Carlos Sahagún se nos ha ido un poeta creíble y verídico, para quien la palabra y el amor eran, no las soluciones absolutas, pero sí los más firmes y últimos recursos con los que afrontar el vértigo fatídico de la existencia.
“El poeta escribe para expresarse, es decir, para afirmarse a sus ojos analizando sus propios sentimientos, sin ocuparse en exceso de las reacciones de los auditores eventuales”, decía Carlos Sahagún enunciando uno de los principios esenciales de su poética.

No se trataba de una actitud solipsista, sino de una estética de la honestidad proyectada hacia un sentido ético que iba a complementarse, en elaborado equilibrio, con una intensa preocupación por las formas expresivas.

El 28 de agosto de este año moría en Valladolid el poeta Carlos Sahagún. Había nacido en la localidad alicantina de Onil el 4 de junio de 1938. Su fallecimiento no estuvo rodeado de excesivos panegíricos, semblanzas y obituarios elogiosos.  Pasó prácticamente desapercibido. Hacía mucho —al término de los noventa— que Carlos Sahagún optó por abandonar definitivamente ese putiferio mafioso conocido como “vida literaria”.  Para él la poesía no era una cuestión de modas y corrientes, de amiguismos y bajadas de pantalones, de estar obligatoriamente donde había que estar en el momento oportuno. Pero este distanciamiento lo llevó a cabo sin altanería ni despecho; su desatención por dejar una huella histórica no fue una pose aristocrática. Su obra —escasa, aunque sin duda valiosa—  quedaba ahí: Pero no me conoce nadie. Nadie / —la flor de aquel jardín, el agua mansa / de aquel estanque, aquellos montes grises, / tanta ceniza repartida—, nadie / sabe mi nombre, este es el fin. Aquí / se termina la historia (“Tal vez naciste para ser motivo”).

Sahagún ha sido adscrito, no sin razones, al Grupo Poético del 50, y así mismo se le definió como poeta fronterizo entre la poesía del medio siglo y, también con ciertos argumentos, la del 68. Todo esto, a la postre, es baladí. Ya se ha debatido hasta la saciedad en torno a la procedencia, o no, de las divisiones generacionales o grupales en la Literatura, y, en el fondo, vemos que la obsesión divisionista resulta cada vez más improcedente por inaplicable, salvo a título meramente orientativo en el mejor de los casos.

Carlos Sahagún bebió en las fuentes de la poesía abiertamente social de Blas de Otero y Gabriel Celaya, y mantuvo un compromiso político de izquierdas en su vida diaria, el cual se refleja en una parte de su poesía, sin que ello suponga ideologización hiperbólica alguna. El recuerdo de la guerra civil y la posguerra aparece con frecuencia en sus versos: Los dos nacimos con la guerra. Piensa / lo mal que estuvo aquella guerra para / los pobres. Nuestro amor pudo haber sido / bombardeado, pero no lo fue. (…) …Existen / cosas inolvidable: esos ojos / tuyos, aquella guerra triste, el tiempo / en que vendrán los pájaros, los niños. El amor no puede dar la espalda al sufrimiento colectivo: no podemos insolidariamente / vivir sin más, amarnos, donde un día / murieron tantos justos, tantos pobres (“Cosas inolvidables”).  

La fusión entre lo personal y lo comunitario o lo cívico es permanente. La intimidad del poeta nunca se desvincula de los conflictos que afectan a la sociedad; y, sin embargo, esto no merma su constante interés por el estilo; es decir, la convergencia entre el conocimiento y el arte.  Estilísticamente, Sahagún, tiende a  seleccionar formas de carácter conversacional o confesional, pero sometidas a una pulcra y rigurosa técnica que da a sus textos una entidad y un poder significativo poco habituales. Para manifestar poéticamente el vacío de la vida no hacen falta suntuosidades retóricas: En las bocas de metro nadie espera / a nadie. Solamente se ven manos, / extremidades mutiladas. Bajo / la tierra se oyen trenes y zozobras, / se oyen detonaciones donde brilla / un momento tu ausencia y mi infortunio. /  Nada, por lo demás, ha variado (“A estas horas”).

Es una emotividad profunda que jamás deriva en irritante y patético emocionalismo. Los temas son los de siempre, los ennoblecidos por la tradición: la infancia, el amor, la memoria, el paso del tiempo, la experiencia histórica y también la incapacidad de recuperar la infancia y la adolescencia, las limitaciones del amor, los fracasos de las expectativas ante la Historia y las frustraciones existenciales. Sólo cabe frente a semejante panorama desolador la prerrogativa de una memoria que sea una testificación vital de resistencia contra el desorden; resistencia apoyada en el amor incluso contra la tiranía del tiempo: Despierto estoy. Tu cuerpo inolvidable / se precipitará hacia mi recuerdo. / Tú misma estás junto a la aurora triste / y te levantas firme sobre el tiempo (“Junio”). El verso como alegato defensivo y ofensivo: no sucumba el poema, no haya olvido (“Invierno y barro”).

Poesía histórico-política explícita como en el poema “Un manifiesto: febrero 1848”, en directa alusión al Manifiesto Comunista de Marx y Engels publicado en Londres: Fue en la calle Liverpool, en Londres, / en las prensas de un tal Burghard. Aquel día / la tinta estaba aún fresca, recién creado el libro, el arma. Era el 21 de febrero. Liverpool Street, Bishopsgate. En alemán,  Manifest der kommunistischen Partei (Manifiesto del Partido Comunista).  Sahagún convierte en auténtica lírica un motivo que, de entrada, se prestaría más bien a un procesamiento eminentemente politizado y prosaico; sin embargo, él lo humaniza en una línea fuertemente estética en la que predominan los sentimientos universales, no obstante personalizados, de justicia y liberación social: Pero aquel documento decía palabras de más peso, traía vientos / mundiales, solidarios. / Como un doble latir ante la historia, / dos hombres lo escribieron, pusieron su pecho / frente al invierno de aquel año. Otros poemas declaradamente políticos son "Septiembre 1975",  sobre los últimos fusilamientos del régimen, de los que fueron víctimas tres miembros del FRAP y dos de ETA condenados en un juicio-farsa sin las menores garantías legales; y, por otro lado, está "Epitafio sin amor", que prefigura la muerte de Franco aún vivo: ...Su nombre, por fortuna, / ha pasado a la historia para ser / ira, desprecio, escándalo / de las generaciones, / y aún dura en las cloacas de aquel tiempo sombrío.

El agua es el símbolo de todo lo apreciable y estimulante de la vida: lavados por el agua que vino de tan lejos ("Lluvia en la noche"); simboliza una probabilidad de progreso de lo más constructivamente humano. En un excelente poema -"Aula de química"-, el agua se asocia a la singularidad de un profesor de química del bachillerato al que se recuerda con hondo y espontáneo cariño tanto por su extrema afabilidad como por su sabiduría y dotes pedagógicas: Si vuelvo la cabeza, / si abro los ojos, si / echo las manos al recuerdo, / hay una mesa de madera oscura, / y encima de la mesa, los papeles inmóviles del tiempo, / y detrás, / un hombre bueno y alto. // Tuvo el cabello blanco, muy hecho al yeso, tuvo / su corazón volcado en la pizarra, cuando explicaba casi sin mirarnos, / de buena fe, con buenos ojos siempre / la fórmula del agua. (...) Y os juro que la vida estaba entre nosotros. Si la memoria no redime al hombre, al menos contribuye al sostenimiento de su conciencia en un medio sustancialmente hostil.

Con Carlos Sahagún se nos ha ido un poeta creíble y verídico, para quien la palabra y el amor eran, no las soluciones absolutas, pero sí los más firmes y últimos recursos con los que afrontar el vértigo fatídico de la existencia: Que mi reino no sea / la soledad del héroe pensativo, sino tu fortaleza amurallada (“Quede mi nombre”). 
              

 

   

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