El problema catalán

Publicado: 15/09/2017
Panorama un tanto crudo es el que a día de hoy se le presenta a este país por delante. Lo que está pasando en Cataluña se veía venir desde hace ya mucho tiempo.
Panorama un tanto crudo es el que a día de hoy se le presenta a este país por delante. Lo que está pasando en Cataluña se veía venir desde hace ya mucho tiempo. Y aun así, lamentablemente, el gobierno de Rajoy ha hecho poco por impedirlo. Hasta última hora. Y esperemos que todavía no demasiado tarde.
La derecha heredera del franquismo, que nunca creyó en eso de la pluralidad y que aceptó a regañadientes el Título VIII de la Constitución de 1978, tiene su buena parte de culpa. Y unos dirigentes catalanes como los actuales, irresponsables y demagogos, también. Por poner en juego la estabilidad y la prosperidad de una sociedad como la catalana, para colmar sus delirios de grandeza y sus ansias de pasar a la Historia como héroes y libertadores, cuando lo más probable es que terminen como villanos, haciendo un ridículo de lo más espantoso. Con una izquierda de lo más friqui, como cómplice, que, en lugar de ser fiel a su original vocación internacionalista, se entrega a defender los postulados de un nacionalismo, pacífico sí, pero exacerbado, que en la Europa del siglo XXI puede considerarse de lo más retrógrado.
El estado-nación hace bastante que se quedó trasnochado. Fue superado por el estado moderno, el de los ciudadanos, libres e iguales, sin discriminaciones por razones de cultura, etnia, religión o lugar de nacimiento. Y este, a su vez, lo será, será superado, o, mejor dicho, ya lo está siendo, por la irrupción de las nuevas organizaciones transnacionales y supraestatales. Ser nacionalista en los tiempos que corren, y en el contexto de la UE, es ser muy corto de miras e ir en contra del bienestar y el progreso. Cosa distinta es preservar la identidad nacional, las tradiciones y las costumbres de los pueblos de este Viejo Continente, siempre y cuando sean compatibles con los más elementales derechos democráticos.
Nadie que se tenga por demócrata puede, en principio, estar en contra del “derecho a decidir”. Del mismo modo que no se puede estar en contra del derecho a la libertad de expresión, a la educación o a la sanidad… Pero apelar a dicho derecho en el caso catalán, sorteando la legalidad como se está sorteando, es hacer trampas.
Como lo sería –imagínenselo– que una parte de los habitantes de cualquier municipio o provincia de una eventual y futura república catalana invocara dicho precepto moral para a su vez independizarse de Cataluña. Estoy convencido de que, si tal hipotética situación se diera, los muy demócratas separatistas de ahora se erigirían en los constitucionalistas unionistas de ese supuesto mañana dentro de ese hipotético estado catalán republicano y no permitirían ni la más mínima secesión ni de coña… Con toda seguridad, recurriendo al mismo argumento –la ley es la ley y debe respetarse– al que en la actualidad recurren los defensores de la integridad y unidad de España.
Aunque está bastante claro que el problema catalán no es de naturaleza ni legal ni jurídica, sino política. Y los que así no quieran verlo, de entre quienes tienen la responsabilidad de ejercer el poder y gobernar, no solo se engañan, sino que contribuyen a agravarlo.

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