Tal vez una de las cosas más divertidas que podría sucedernos es ser invisibles. ¿Se imaginan ustedes la cantidad de travesuras que podríamos hacer? La enormidad de besos y abrazos, que podríamos dar sin que nos conocieran o la infinidad de reuniones secretas en las que nos colaríamos, empapándonos de todo aquello que sólo está reservado a los poderosos que manejan el mundo, y que intentan darnos gatos por liebres.
Pues, desde que la invisibilidad fuera popularizada en la ficción allá por 1897, por H.G. Wells en su obra El hombre invisible, hasta los escudos actuales diseñados por distintas universidades; y basados en la teoría de los metamateriales, cuyas propiedades electromagnéticas dependen de la estructura del objeto; muchas han sido las mujeres y hombres que han aspirado a no ser vistos y poder hacer lo que les viniera en gana. Hoy en día, aunque nos parezca milagroso, es un deporte que practican algunos de nuestros hombres y mujeres de la política. Unos porque están y no hay quien los vea, otros porque procuran no ser vistos y se esconden en las cuevas de su mediocridad, y a los que ni se les ve ni se les espera.
También los hay, que afectados por la obsesión fotográfica, saturan su imagen y la gente los vuelve invisibles por saciedad, cansancio o hastío, y aquellos que son los que realmente mandan y establecen las directrices sobre lo que hay y lo que no hay que hacer, los que manejan los hilos de los títeres que vemos, y que no les interesa no ser vistos. Nos llama la atención, que lo que no se vea y por tanto pueda ser inmortalizado y rentabilizado, aparentemente no interese a los políticos. Así las obras, tan importantes como las de saneamiento y depuración, que suelen ser caras costosas, suelan aparecer como invisibles para quienes dirigen los destinos de la comunidad, mientras que cualquier chorrada que podamos contemplar con nuestros ojos, sea presentado como un momento histórico o el proyecto del siglo.
Diariamente asistimos en este gran teatro del mundo, al espectáculo que nos ofrecen algunos responsables públicos, más preocupados por el reflejo de su ego en las portadas, pantallas y ecos de las voces que profieren, ensimismados en las escenificaciones simbólicas de actos preparados para el momento, tan fugaces como un efecto luminoso.
Son como un día interminable del lucimiento de actores, capaces de representar cualquier papel, con tal de seguir siendo los únicos protagonistas , en los que nadie reparan ni nada aportan, pero consiguen su gran objetivo, permanecer en los aledaños del poder. Nos produce extrañeza e indignación hasta lo increíble y la perplejidad, aquellos que en una carrera de empujones y codazos intentan en la desvergüenza, el cinismo y la cara dura ser quienes nunca fueron ni serán capaces de ser, ocupar el espacio para que la que gente sepa que son y están cuando nadie les ve, ni les oye.
Estos mafiosos de la apariencia, utilizan todos los métodos más bajos y ruines como ejes de su actuación y credo, que son ellos mismos y sus intereses. Mercaderes del zoco de su propia existencia, no es que su invisibilidad sea su principal problema, sino su vacío, su estafa como personas en la que se les acaba descubriendo como hacen las trampas y donde está el truco. Vivimos en un mundo de la imagen, en la que lo visible dirige nuestros pasos hacia el camino que debemos seguir, mientras que tal vez lo importante de nuestro paso por esta vida esté en lo invisible, en aquello que le dijo el zorro al Principito “he aquí mi secreto, es muy simple: no se ve bien sino con el corazón .Lo esencial es invisible a los ojos”. Nuestros personajes de la política han de acostumbrase a que no les hace daño que les vean y toquen, que son seres de este mundo, que pueden y deben ser cuestionados e interpelados, y que ante el pueblo soberano, que les pone y quita cada cuatro años, tienen la obligación de dar la cara, y que sus actuaciones públicas sean claras y transparentes, y ellos y ellas bien localizables y visibles.