La grandeza del soneto (al Todo poderoso)

Publicado: 05/01/2025
Autor

José Chamorro López

José Chamorro López es un médico especialista en Medicina Interna radicado en San Fernando

Desde la Bahía

El blog Desde la Bahía trata todo tipo de temas de actualidad desde una óptica humanista

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La vida ha adquirido unas dotes de materialidad, que precisamos que la realidad de nuestros sentidos nos confirme la solidez de los hechos que acaecen
Hay momentos en la vida en que es preciso desmenuzar un poema. Disecar las estrofas es ir deshojando el fruto de la poesía, el verso, hasta alcanzar su plena desnudez. Catorce capas tiene el soneto, señorial composición, que en la época dorada de nuestra historia literaria fue una lluvia de belleza sobre el sensible cristal transparente de aquellos creadores. Nos encanta que el poema sea anónimo porque se hace algo nuestro de todos los que nos acercamos a leerlo, como también lo es el sol que nos ilumina en la orilla de la playa en las mañanas tórridas veraniegas, que no genera controversias, porque cada uno puede tomar la cuantía que le parezca más agradable. Los astros dan más libertad que los gobiernos.

¿En dónde estás, señor, que tu presencia/no se muestra la faz del descreído/qué sin temor a Ti, cual forajido/despoja, viola y mata sin conciencia?

La ubicuidad es el especial atributo de Dios por el cual puede estar presente en todas partes a un mismo tiempo. Los creyentes dicen verlo en cualquiera de las acciones que normalmente hacemos día a día. La vida ha adquirido unas dotes de materialidad, que precisamos que la realidad de nuestros sentidos nos confirme la solidez de los hechos que acaecen. Señor, son más de dos mil años sin tu presencia física, la precisamos y tienes que mostrársela, no a personas aisladas, sin trascendencia en la vida de relación, sino a aquellos que te destruyen o niegan, que usan la palabra ateo para darse la importancia que su valía no puede conseguir. Negar o no hacer, son en la actualidad los valores más cotizados. Sin mostrar argumentos, no es posible la presencia de respeto, menos aún de temor, que es el apósito preciso para que la extravasación del mal no nos convierta en forajidos. La naturaleza humana que arrastra el repudio de Dios en el Paraíso utiliza la anarquía, la ausencia de control, el poder desmesurado, la soberbia y el alocado narcisismo, para -como ya estamos hartos de ver y vivir- violar cada vez con mayor frecuencia, despojar de sus propiedades a las personas, algo que comienza a ser norma, y matar, como vemos ante la multiplicación de los enfrentamientos guerreros existentes, sin que la conciencia, que de dormir ha pasado a estado de coma profundo, sea capaz de reaccionar.

¿Dónde están tu justicia y providencia/que no amparan al pobre, al oprimido/y del rey, del magnate o del valido/consienten la feroz concupiscencia?

La claridad de la justicia y providencia de Dios es muy superior a la que ofrece el sol de mediodía, pero somos miopes consentidos, ciegos de bondad y tuertos de maldad que solo ven con el ojo de la venganza o el odio. El mal no está solo en las altas esferas del poder, también lo hacen y quizás con mayor iniquidad las infinitas pisadas de las masas, sobre el duro lienzo del asfalto o los pasos aduladores sobre el blando urdimbre de las alfombras de tanto despacho institucional. Es también muy preciso saber que justicia y providencia tienen que tener una aplicación universal, no solo del pobre o el oprimido, del que hay que replantearse las causas de los mismos y sus mejores soluciones, sino también del pudiente que nada en la opulencia, fruto de su trabajo bien realizado o de la usurpación de bienes que puedan corresponder a otros. Es preciso saber diferenciar muy bien estos hechos.

¿No somos ante Ti todos hermanos?/Si lo somos, ¿por qué no ser iguales/en la vida, lo mismo que en la muerte?

El parentesco no es rosa de jardín, todas las mismas corolas y los mismos colores. Ser hermano no iguala en el seno de la familia, porque siempre hay hijos pródigos por los que se lucha e hijos vagos y con adicciones por los que sufre a más del terrible azote de la discapacidad que irrita perennemente a los espíritus de quienes la padecen. No somos todos iguales. Si debemos tener los mismos derechos -y obligaciones- y nadie debe tener privilegios familiares o heredados, pero de ahí en adelante, la desigualdad es el don más precioso que una vida responsable y con fines de superación pueda encontrarse. La riqueza está en competir, la pobreza en la conformidad. No podemos medir a todas las personas con la misma vara, ni ponerlos a todos a un mismo nivel, porque la montaña y el oleaje del mar se resentirían. La muerte ya no es vida y no sabemos lo que tras su húmedo muro se oculta. No está en el ser humano vivo el poderla enjuiciar.

¡Mientras existan siervos y tiranos/y en la tierra consientas tantos males/no acabaré, Señor, de comprenderte!

El ser humano siempre busca el deshacerse de la carga que sobre sus hombros ha de soportar. El sacramento de la confesión era claro ejemplo de ello. Ahora se va al psicólogo. Se nos dio el libre albedrío, la capacidad de nuestra voluntad a decidir, la vida, pero no su evolución. Esta última depende solo y exclusivamente de nosotros. Nosotros la hemos hecho. Como se nos llena la boca negando la existencia de un infierno -o gloria- admitamos que el mal y el bien dependen del ser humano. Si se nos dio la libertad para ganar el pan con sudor, no vale decir que no lo conseguimos porque el SER Supremo lo consiente. Siervos y tiranos ha habido desde el principio de nuestra existencia. Y sigue ondeando la misma bandera. Los griegos creyeron que el sistema democrático haría imposible esta distinción, pero la realidad nos sigue mostrando que el que tiene el poder impone “su autoridad” anulando las voces críticas -O la vida- de quien quiera oponerse. Se ha hecho en todo tiempo y en cada época se ha disfrazado con la túnica que el capricho del que manda ha señalado. Ahora nos toca revestirla con el apelativo de “democracia inquisitorial” porque se desprecia a todo el que no es de la misma cuerda y se destierra por el procedimiento más a la mano a todo el que quiera poner en marcha su cerebro. Claro que se comprende a Dios, lo que no se comprende es el creer que hay un destino que no puede variarse, cuando lo adecuado -y necesario- es, en vez de descargar nuestras culpas en los demás -Dios incluido-, llevarlas como hace el río con sus piedras, hasta el delta que nos contactará con la infinita grandeza del océano.

 

 

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