El jardín de Bomarzo

Se acabó el pastel

Ser hoy alcalde o alcaldesa es iniciar un camino de problemas sin fin, toparse con la realidad de la gestión y de los muchos controles

Publicado: 16/06/2023 ·
12:25
· Actualizado: 16/06/2023 · 12:25
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Bomarzo

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“Es el vecino el que elige al alcalde, y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde”. Mariano Rajoy. 

A diferencia del Congreso, donde el número de escaños es par, los municipios se conforman en impar para generar mayorías y, según la Ley Orgánica 179 del Régimen Electoral, su número oscila de los tres concejales en municipios menores de cien habitantes hasta los 25 en aquellos que están entre 50.001 y 100.000 habitantes; a partir de ahí, un concejal más por cada 100.000 habitantes más y si el número resultante en función de la población fuese par se añade otro para que siempre sume en impar. Los 35.414.655 españoles llamados a urnas este pasado 28M eligieron 67.515 concejales, entre la población más pequeña, Illán de Vacas, con tres habitantes registrados y, por tanto, estos tres serían concejales –los tres le votaron al PP-, y Madrid, que con un censo de 3.280.782 elige 57 ediles. Los ayuntamientos se constituyen este fin de semana y lo hacen por la mayoría absoluta alcanzada por alguna de las formaciones políticas, por pactos de gobierno que la sumen o por minorías simples si no hay acuerdos y cada uno se vota a sí mismo.

La Constitución de Cádiz de 1812, conocida como la Pepa, creó los ayuntamientos para aquellos pueblos que tuviesen más de “mil almas”, lo que supuso alcanzar los 11.000, origen del elevado número que aún hay, exactamente 8.131. En estos 211 años sólo desde la Constitución de 1978 se les reconoció la autonomía. Hasta ese momento los ayuntamientos dependían del gobierno central y eran considerados una administración de segundo nivel. Eso sí, en el pueblo el alcalde era algo así como el sumo pontífice local y hacía y deshacía a su antojo, situación que ha durado hasta hace bien poco con respecto a las contrataciones a dedo de personal a su gusto, prestación de servicios, obras o lo que fuera sin orden ni criterio, sorteando siempre las normas de contratación para contratar empresas de aquella manera o huyendo del derecho administrativo creando empresas municipales, además de repartir subvenciones a destajo y hacer todo tipo de actividades al gusto de los colectivos y vecinos que lo agradecían, claro está, con su voto. Alcaldes a los que no les temblaba la pluma incrementando de manera ostentosa su deuda para gastar más de lo que los ingresos les permitía a sabiendas de que al ciudadano poco importa lo que deba su ayuntamiento mientras no lo pague él o, en cuanto a servicios, no le afecte, añadido al hecho de la falta de leyes rigurosas que limitaran esta forma de gobernar. No se puede decir que no tuvieran como objetivo mejorar el municipio y satisfacer las necesidades de los ciudadanos, las que fuesen, lo que ocurre es que quien gobernaba así no se ponía límites bajo el paraguas de que el fin siempre justifica el medio. Una forma de gestionar que hacía difícil el trabajo de los partidos de la oposición porque cómo criticar las mejoras de la ciudad y menos cuando en aquellos años el tema económico a nadie importaba, como tampoco las contrataciones a dedo, ni tan siquiera la indirecta compra de votos que el hecho suponía, supone. Asumido por todos como algo habitual, criticado solo al no ser beneficiarios del enchufe.

Todo ha cambiado y mucho a base de modificaciones legislativas y leyes nuevas que han ido poniendo límites y controles en todos los ámbitos de la gestión municipal. Primero fue la Comisión Europea la que desde finales de los años 90 obligó a cambiar la normativa de contratación, con cada Directiva fue endureciendo los procedimientos y, también, sometiendo a los mismos a las sociedades públicas para evitar que a través de ellas se contratase sin cumplir con los principios de concurrencia, igualdad, no discriminación y transparencia, hasta llegar a la Directiva Europea de 2014 que obligó al último cambio legislativo español sobre la materia, desplegando una férrea normativa con todo tipo de límites y controles para los procedimientos de contratación.   

En paralelo, también la Comisión Europea entró de lleno en la gestión económica de las administraciones públicas con el principio de estabilidad presupuestaria que en 2011 obligó a ser incluido en la Constitución, modificando el art 135, estableciendo, además, que el pago de la deuda pública fuese lo primero a hacerse frente a cualquier otro gasto. Y desarrollándose a través de una Ley orgánica que impone límites al gasto y al endeudamiento, obligaciones de información continua al Ministerio de Hacienda y posibles sanciones por los incumplimientos.    

La Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local impulsada por Montoro en 2013 se inspiró en el principio de poner orden en los ayuntamientos, clarificar las competencias, acabar con el elenco de servicios y actividades que prestaban éstos y que no eran de ámbito municipal, buscar la autofinanciación de los servicios incluyendo el principio de sostenibilidad financiera y eliminar las sociedades, organismos y fundaciones que daban pérdidas continuadas. Fue un sistema regulador para detectar y anunciar con gong asiático promesas vacías que se hacen en campaña y jamás se van a cumplir porque, sencillamente, es imposible –económica y competencialmente- y, a veces, la misma promesa imposible –sin rubor- se repite cuatro años después por el mismo candidato a sabiendas de la escasa retención mental del usuario votante en el apartado recuerdo de promesas fallidas.

A su vez, en 2012 y 2013 el Ministerio de Hacienda ofreció a las entidades locales mecanismos para pago de deudas con proveedores, a través de suscripción de préstamos y también posibilidad de refinanciar deuda financiera, un caramelo que tenía como condición aprobar severos planes de ajuste, limitando los gastos corrientes y, también, prohibiendo bajadas de impuestos y, por si fuera poco, dejando a los ayuntamientos que lo suscribieron bajo la intervención y el control del Ministerio, al que no solo tienen que remitir todo tipo de información cada trimestre sino, además, su presupuesto queda sometido a la necesidad de autorización ministerial para comprobar que no se aleja de las previsiones del plan de ajuste. Acabando así con la antigua forma de hacer presupuestos en la que se inflaban los ingresos para poder meter más gastos. El gobierno central ha continuado cada año ofreciendo mecanismos para pagos de sentencias, de refinanciación de deudas financieras y pago a proveedores, todas alivian la tesorería de los ayuntamientos, pero aumentan sus deudas bancarias y cada vez implica una vuelta de tuerca más en el control ejercido por el Ministerio de Hacienda. Pese a esto, aún hay candidatos que en las últimas elecciones han prometido bajadas de impuestos, conscientes de que será imposible, pero ¿cuántos ciudadanos lo saben? La mentira, en este caso, tiene las patas muy cortas y el tiempo las sacará a la luz. Distinto es que el votante lo tenga en cuenta. Y el político alcalde lo sabe.

La transparencia también llegó a los ayuntamientos en 2013 y, sobre todo, en 2015; se acabó el oscurantismo de la gestión que caracterizaba a las administraciones, que no daban un papel a nadie y, mucho menos, enseñaban sus expedientes, ni ofrecían datos de ningún tipo, para pasar a las paredes de cristal actuales a través de los Portales de Transparencia y, sobre todo, del derecho al acceso de información que permite a cualquier ciudadano pedir copia de documentos y expedientes, teniendo la administración la obligación de facilitarlos. Se acabó el pastel. 

Más leyes, como la de protección de datos personales, la de procedimiento administrativo, la de régimen jurídico del sector público o las de seguridad informática han venido a ampliar los derechos ciudadanos y a poner más límites a la gestión pública en unos ayuntamientos que en pocos años se han visto obligados a transformarse sin medios, en muchos casos convirtiendo los procedimientos más lentos y burocratizados al tener que pasar por tantos controles y con una administración electrónica hecha a marchas forzadas que, si no está bien diseñada, en nada agiliza sino todo lo contrario y, desde luego, deshumaniza la atención personalizada.   

Y, mientras tanto, se mantiene la gran asignatura pendiente de la que ya se hablaba en el Estatuto de Calvo Sotelo de 1924, la falta de financiación de los ayuntamientos con un esquema que pervive desde 1988 y que se aleja de las necesidades actuales y, mucho más, para aquellos que arrastran la losa de la deuda generada en aquellos felices años de barra libre.  

Con todo esto, ser hoy alcalde o alcaldesa es iniciar un camino de problemas sin fin, toparse con la realidad de la gestión y de los muchos controles, comprobar que poco de lo que prometió va a poder cumplir, sufrir las continuas demandas de ciudadanos a los que nada importa que haya o no dinero en las arcas municipales o que sea o no legal lo que piden y, además, tener que abrirse en canal ante las peticiones de información de la oposición, ciudadanos o medios de comunicación –no llega con quedar guapo, o guapa, en las fotos para redes-. Y todo ello por un sueldo que los mismos políticos se han encargado de que sea mínimo, pidiendo en cada legislatura su reducción y, por esto, en muchos casos buscando salida vía Congreso o Senado para disfrutar de una retribución mayor porque ser nombrado alcalde y acto seguido subirse el sueldo queda, como poco, mal.

Resulta comprensible, por tanto, que muchos de los que ahora dejan el bastón de mando, siempre que haya red abajo y no un triple salto al vacío, se sientan aliviados, vuelvan a recuperar el sueño y esos sábados en la playa sin que el móvil agite su coctelera de problemas cada dos minutos. Tan cierto como que, puestos a elegir, nadie dimite de alcalde, pese a que ya el pastel no lo corten a su gusto.

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