Hace menos de un siglo los rayos y truenos se entendían como señales del cielo. Se les tenía miedo ante la posible caída del reino celestial sobre nuestras cabezas. Si además se producía en las proximidades del día de los difuntos, como este año, las interpretaciones de aquellos mensajes divinos eran aun más tenebrosas. El coro de perros aullando, tan sensibles a los momentos estrambóticos de la naturaleza, otorgaban a aquellas noches un halo aun más fantasmagórico, más lúgubre y menos terrenal. Muchos mayores se escondían a rezar en los lugares más recónditos por si se tratase de la llegada del fin del mundo, mientras que a los niños se les calmaba diciéndoles que no eran más que los ángeles moviendo los muebles antes de limpiar el cielo. Había muchas leyendas alrededor de árboles que fueron considerados sagrados al sobrevivir partidos en dos por la fuerza de un relámpago. Menos asumibles eran aquellas otras de personas atravesadas por un rayo por la mala cabeza de exponerse a ellos en vez de guarecerse de la tormenta.
La calma siempre sucede a la tormenta, y con ella el olvido de los acongojantes momentos vividos. Pero cuando uno se mofa de la naturaleza, la naturaleza acaba por mofarse del que lo hace, y aquellas primeras tormentas eran sucedidas como siempre por otras incluso tan lacerantes que arrastraba vidas y enseres. Entonces el adivino de lo ya pasado echaba mano del refranero y recordaba que solo nos acordamos de santa Bárbara cuando truena. El padre de la santa había sido fulminado por un rayo tras castigarla con saña en la torre donde la tenía secuestrada y cortarle la cabeza en la cima de una montaña, tan solo por adoptar una creencia distinta a la suya.
Por los acontecimientos vividos la pasada semana bien se podría homologar a santa Bárbara con el cambio climático, y proclamar que solo se acuerdan de él cuando truena. Pocas veces he visto, leído y oído tantas referencias al calentamiento global en tan poco tiempo, incluyendo aquellos iracundos que con sus redes desean cautivar y castigar a todo el que defienda los argumentos de una realidad más que palpable.
Más lento de lo deseable, como en otros desastres naturales recientes, llega una calma que a golpe de querer ser chicha logrará hacernos creer que tan sólo fue un merecido castigo para la desdichada política. El optimismo reinará al ver los pantanos pletóricos del vital elemento e inundaremos los secanos para que broten los más exigentes y sedientos frutos tropicales. Pero ese desierto cercano, que incluso este año se anegó de forma misteriosa, sigue avanzando por una tierra condenada también a serlo. Desperdiciar ahora tan valioso recurso llevará al adivino de lo pasado a proclamar que sólo se acuerdan del cambio climático cuando truena, o peor aun cuando pasan sed.