En el pasado mes de octubre, Jeffrey Saut, jefe de operaciones estratégicas de Raymond James Financial, sacó a relucir, durante una entrevista en la cadena CNBC, el papel de los Illuminati en la política económica norteamericana. Raymond James Financial es una firma que, con sede central en Saint Petersburg (Florida), ofrece servicios de inversión, planificación financiera, administración de activos, banca y fideicomisos principalmente en Estados Unidos y Canadá, pero con interesantes ramificaciones a escala internacional. Saut parece un hombre respetable y goza de gran reputación como analista de temas financieros. La actual crisis global, según los partidarios de esta teoría, no es sino una pérfida maquinación de la confraternidad fundada por Adam Weishaupt en la Baviera de 1776. No merece la pena sacar punta a semejante memez. Da exactamente lo mismo que el Fondo Monetario Internacional esté en manos de los Rosacruces o de los Caballeros Templarios. Si un malvado terrorista le pega cuatro tiros en la nuca a Dominique Strauss-Kahn, seguro que se muere. Todos somos iguales ante el revólver.
Resulta dudoso que Bush haya sido un títere manejado por sectas esotéricas. Ha sido, eso sí, un político adicto a determinados círculos oligárquicos del capitalismo transnacional que ostentan una extraordinaria capacidad de dominio y maniobra en los mercados. Ninguna sorpresa en este campo. El poder y el dinero siempre se han entendido a las mil maravillas: en Washington DC y en Villafranca del Bierzo. Pretender diluir la responsabilidad de los gobernantes en fantasmagóricas confabulaciones de devotos del pentáculo y la escoba volante es una solemne majadería equiparable al célebre contubernio judeo-masónico del general Franco. Tendrá que llegar la hora en que España, por fin, reconozca y agradezca a la masonería los impagables servicios que ha prestado al progreso de este país.
Bush es un criminal de guerra y un genocida. Y su destino no debería ser otro que comparecer, cuando menos, ante el tribunal que juzgó a Slobodan Milosevic. Las masacres de Afganistán e Iraq y el reguero de ruina, hambre, pobreza y destrucción cultural en ambos territorios constituyen el legado de George W. Bush. Y todo para nada. Pero tampoco pueden olvidarse los numerosos perjuicios que ha ocasionado en el interior de su propia nación: los daños materiales y morales infligidos al pueblo estadounidense, sobre todo a los sectores más débiles y desprotegidos; aunque también a las clases medias, como el empresariado autónomo y nutridos contingentes de asalariados y profesionales. Todo en su ejercicio como presidente se ha basado en la mentira reiterada: las inexistentes armas de destrucción masiva de Saddam Husein; los maquillajes de las cifras de víctimas mortales afganas e iraquíes (probablemente más de un millón, incluyendo a los soldados de la funesta cruzada anti-islámica); los informes falsificados de la reconstrucción de Iraq; el escándalo del huracán Katrina, con su programa selectivo de liquidación racista y la desviación de fondos hacia las guerras preventivas: fondos que debían haber sido utilizados para evitar o paliar la catástrofe; las detenciones ilegales de la CIA; el Auschwitz de Guantánamo y su puta madre. Levanta el estómago escribir sobre este asqueroso delincuente.