La verdad os hará liebres

Jabalcuz como símbolo

Siempre he pensado que, de entre todos los espacios naturales que verdean y hermosean el término municipal Jaén hay dos lugares singularmente misteriosos

  • Jabalcuz como símbolo. -

Siempre he pensado que, de entre todos los espacios naturales que verdean y hermosean el término municipal Jaén, perfilados en una suerte de creciente fértil hacia el sur, hay dos lugares singularmente misteriosos: la serranía de Otíñar y el paraje de Jabalcuz. 

Cuando caminamos por las veredas de aquella, cuando pedaleamos sobre su calzada descarnada, escuchando sólo el sonido de la gravilla y el casquijo amortiguado bajo nuestras botas o bajo las cubiertas de la bicicleta, el silbo del viento en las cimas, libres de cobertura telefónica y de preocupaciones mundanas, nos sentimos por un momento como arqueólogos de la belleza, o como seres inexplicablemente elegidos para disfrutar de una soledad que propicia el reencuentro: pinturas rupestres, un castillo medieval asomado al valle, el dolmen de Cerro Veleta, vestigios de poblados iberos, santuarios pentamilearios o series estratigráficas que esculpen catedrales de roca y llenan de sombra y verdines el camino pedregoso, hacia la cumbre.

Estos días, Jabalcuz, a un paso del casco urbano, es un prodigio de regatos y cascadas porque, aunque ya amainó la lluvia, sabemos desde antiguo que el agua alimenta a nuestra ciudad desde su osamenta caliza y subterránea. Un riachuelo cae por entre las escalinatas románticas del parque, y ahora son una torrentera que desemboca en el espinario, ese niño de bronce y aires capitolinos. La dejadez y la incapacidad políticas anegan también de matorrales y broza las casas gemelas, y el edificio de las termas duerme nuestra pesadilla colectiva, que es dejarnos robar década a década. La ermita dieciochesca de San Cosme y San Damián, santos médicos y arábigos, es ya puro hojaldre y desprecio; la abacería de María, el paradigma de la nostalgia de los almuerzos dominicales en familia, al amor de la lumbre y de las chacinas a la brasa.

Jabalcuz es un locus amoenus, una égloga de Garcilaso o un idilio de Teócrito. La torre modernista de la antigua Villa Aurora (hoy de María Isabel), aburguesada y humeante de ramones, nos recuerda la delgadísima linde que separa el campo de la ciudad. Por el carril que pasa por la Fuente de la Peña y muere en las estribaciones de la Cresta del Diablo se expande un hormiguero polícromo de decathlones, paletillas ibéricas y leggings camino del Ojo del Buey, que ha vuelto a rebosar después de muchos años. Algunos valientes suben corriendo, como las gentes del cuatrocientos corrían cuando el condestable soltaba osos pardos por estos mismos pagos, durante sus cacerías de Pascua; pero ahora corren sin sobresaltos. 


En la literatura y el arte del Romanticismo el paisaje no cumplía una función de mero decorado, sino que debía reflejar el alma montaraz o cimarrona del poeta, del protagonista de la obra, del hombre atormentado y rebelde cuyo espíritu no encontraba reposo en medio de una sociedad que detestaba. El paisaje era un alter ego del yo, casi un personaje repetido. Este horizonte agreste de los alrededores de Jaén nos evoca algunos cuadros europeos del siglo XIX, pero la decadencia y olvido de las termas de Jabalcuz, sitio histórico declarado bien de interés cultural y un complejo único entre las capitales andaluzas, se erige en paradigma de una manera de ser ominosa, de nuestro fracaso colectivo como sociedad. Es símbolo del ánimo inanimado de las gentes de Jaén, quienes nos dejamos robar el alma mientras permanecemos mirando, igual que una vaca que rumia en el prado, cómo pasa el tren. Si es que nos han dejado alguno.

 

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