Auggie Wren estaba al frente de un concurrido estanco de la calle Court, en el centro de Brooklyn. Cada mañana, a las siete en punto, antes de abrir su establecimiento, acudía con un trípode y su cámara de fotos a la esquina de la Avenida Atlantic con la calle Clinton y tomaba una fotografía: siempre el mismo encuadre, el mismo enfoque, siempre a la misma hora, los 365 días del año. Lo había estado haciendo durante doce años seguidos y conservaba cada una de las instantáneas, por orden cronológico, en doce álbumes de pastas negras -uno por año- en la trastienda del estanco. Decía que era la obra de su vida. En total, cuatro mil fotos, en apariencia idénticas, salvo por las condiciones de la luz, el paso de las estaciones, los rostros de las personas que se cruzaban en ese momento frente al objetivo de la cámara, los vehículos que circulaban por la calle... y que, en su conjunto, daban sentido a su cometido, relatar el discurrir del tiempo, que “avanza con pasos menudos y cautelosos”.
El pasado de aquella cámara de fotos, o el relato de cómo llegó a manos de Auggie, se convirtió además en un peculiar cuento navideño. La había robado de la casa de una anciana ciega que vivía sola y a la que acompañó e invitó a comer durante un día de Navidad después de que sus caminos se cruzaran de forma accidental, pero ésa es otra historia. Tanto una como otra forman parte del guion de Smoke, escrito por Paul Auster, y convertido finalmente en libro -el cuento iba incluido- y película -la recreación del mismo acompañaba los títulos de crédito finales-.
Ni mi primera cámara réflex tiene un pasado tan interesante, ni yo espíritu como para convertirla en el eje de un cuento de Navidad que sirva de intrahistoria al relato lineal de este artículo, que es lo que suele hacer Auster de forma magistral en muchas de sus novelas, incluso cuando esas intrahistorias no conducen a lado alguno o quedan inacabadas.
Pero hubo un momento en que sí me propuse seguir el ejemplo de Auggie Wren. Cada día, a la misma hora, durante todo un año, me aposté con mi cámara en un mismo lugar -la ventana de mi despacho- para hacer una foto. Siempre el mismo enfoque y el mismo encuadre, el de un campo de trigo delimitado por dos carreteras. Cada foto no tiene el menor interés por sí misma, salvo el de mostrar una naturaleza muerta, pero permiten percibir el paso de los días, la labranza, las estaciones, la evolución del cultivo y, finalmente, la siega. El tiempo avanzando “con pasos menudos y cautelosos” sobre dos hectáreas diminutas e insignificantes del mundo a través de una de mis ventanas al mundo.
Hace poco probé a encadenarlas digitalmente, fundiendo una tras otra a un segundo por imagen, para comprobar de manera acelerada el efecto de la transformación del paisaje a medida que iban pasando los días. El resultado visual es hermoso, por la evolución de los cielos, los colores y la percepción de la naturaleza abriéndose paso como parte de su propia rutina y de su propia necesidad. Pero conceptualmente ofrece una lectura diferente sobre el paso del tiempo, que ya no es ese señor sabio y recio que avanza lento y cauteloso, sino ese mismo señor dispuesto a susurrarnos al oído la auténtica verdad, la de la fugacidad de todo lo vivido.
Cada Navidad, asociada a tantos recuerdos y abrigada por un pasado que remite fundamentalmente a nuestra infancia y a nuestras familias, no deja de ser testimonio de esa misma verdad a medida que vamos ocupando otras sillas en torno a la mesa y que algunas de esas sillas comienzan a quedar vacías.
Tampoco es cuestión de darlo todo por perdido, ni siquiera de asumir esa verdad como una derrota, sino como una advertencia. A fin de cuentas, lo peor del tiempo no es que sea fugaz, sino que lo hayamos perdido; así que aprovechen y abracen bien fuerte a quienes tengan a su lado esta Nochebuena, llamen a quienes desearían abrazar y rían por la memoria de los que ya no están. Feliz Navidad y, en especial, a Auggie Wren.