El relato con el que Julio Cortázar abre su célebre
Bestiario cuenta la historia de una familia que vive en una casa grande en la que comienzan a sucederse ruidos extraños en determinadas habitaciones. Ante el temor de que pueda tratarse de algún fantasma o una presencia demoníaca, la familia decide clausurar esas habitaciones y seguir haciendo su vida en el resto de la casa como si no pasara nada. Así, hasta que los ruidos siguen avanzando de estancia en estancia y los habitantes de la casa quedan relegados a una última habitación.
Su relectura ahora hace inevitable establecer ciertos paralelismos con todas las semanas de confinamiento que hemos pasado en nuestros hogares, cuando cada cifra, cada orden, cada consejo, equivalía a extender el miedo por las habitaciones de nuestras vidas para obligarnos a ir cerrando poco a poco las puertas de nuestra realidad y de nuestra propia libertad como remedio frente a la amenaza invisible de un virus mortal, hasta aceptar que no había más opción que terminar encerrados entre las cuatro paredes del salón y sin más vistas al exterior que las del televisor o el ordenador y las del balcón a la hora de los aplausos.
En algún momento habrá que analizar asimismo el papel que determinadas televisiones nacionales han desempeñado en su narración diaria de la evolución de la pandemia, donde terminabas con la sensación de que tomaban la parte -Madrid o Barcelona- por el todo, así como su influencia en que la renuncia a tantas parcelas de nuestra vida anterior también alentara determinados temores, fundados o infundados, que se fueron transformado en ofensa a medida que empezaban a aplicarse las medidas de la desescalada y mucha gente empezó a reabrir las puertas atrancadas.
Han transcurrido ya cinco semanas desde entonces y, sin embargo, no se han materializado las señales del apocalipsis que muchos quisieron ver en el regreso de los niños a las calles y en el de los paseos y las carreras por las avenidas. “En dos semanas veremos las consecuencias de tanta imprudencia”, se repetía por las redes sociales. Y no solo no ha habido rebrotes en nuestra provincia desde el inicio de la fase 0, sino que la evolución diaria de contagios ha quedado reducida a cifras casi testimoniales, a medida que se iba incrementando la del número de curados y los hospitales comenzaban a recuperar parte de su actividad asistencial previa al Covid.
El mérito, por supuesto, es compartido. Si hemos llegado a este momento se debe tanto a los sanitarios que han hecho frente a la epidemia para salvar centenares de vidas, como a los propios ciudadanos que han cumplido con cada una de las exigencias de las nuevas circunstancias; pero también a la de los ayuntamientos que han sabido velar por la seguridad y la protección de sus ciudadanos, y, en muchos casos, haciendo valer el éxito de la anticipación que tanto se ha echado en falta en la gestión de la crisis sanitaria por parte del Gobierno central.
En la provincia de Cádiz hay un buen puñado de ellos, y si hablas con sus alcaldes y alcaldesas verás que todos coinciden en elegir la misma palabra a la hora de ensalzar la voluntad del pueblo frente a un tiempo infausto: “unidad”, la misma que adolece el Congreso con su “pim, pam, pum” como insignia colectiva, y hasta el propio Gobierno, con ese desesperado
tour de force con el que Pablo Iglesias empieza a marcar distancias entre las siglas de la coalición y los propios ministros.
Ese mismo gobierno, pero también el autonómico, hará bien a partir de ahora en atender las peticiones que les trasladen desde cada municipio para afrontar un tiempo “nuevo” -éste sí que lo es- que ha superado el más incierto de los imprevistos: ahora tocaba hacer balance del primer año de gestión y no hay más remedio que poner los contadores a cero y casi empezar de nuevo. Alguien con el léxico y la mente algo atrofiada insiste en llamarlo “reconstrucción”; en el fondo, como siempre, es solo cuestión de dinero, y ya tarda en circular. Esta historia empezó en
Bestiario, pero debe terminar de escribirse en el BOE.