Me pide el cuerpo que hable de Adrián, pero no de él como persona, sino de la desproporción de nuestro sistema judicial, pero para eso no puedo olvidarme del individuo. Me pide el cuerpo que me ponga de parte del pobre, pero me resisto a inmiscuirme en su vida personal. Me pide el cuerpo gritar contra lo que considero una injusticia pero no puedo ni quiero olvidar que quien considero que tiene que impartir justicia es un juez y una ley, que rechazo la justicia en caliente, partidista y a remolque de las emociones. Me pide el cuerpo clamar alto y claro contra esa injusticia al igual que he vociferado contra banqueros y empresarios, con nombres y apellidos, que se han ido beneficiando de las desproporciones de la justicia, pero no quiero, porque respeto más a Adrián que a los Blesa, los Rato o los Díaz Ferrán.
Quiero un sistema judicial equitativo, igualitario, en el que se juzguen los hechos al completo, como marcan las normas, donde las eximentes atenuantes y agravantes confluyan en una pena justa pero sin que el nombre, la fama o el cargo terminen condicionando el proceso. Pero la realidad cada vez se aleja más de mis deseos y me aterra que lleguemos a lo que parece que nos acercamos, a un sistema seudoamericano en el que sólo consiguen justicia (o injusticia) aquellos que tienen dinero para conseguirse un buen abogado, pleitear hasta la saciedad e influir con todo el descaro en aquellos llamados a impartir la justicia.
La justicia es lenta, tiene escasez de recursos y se mira con una lupa quizás distinta a la de otras instituciones. Pero es la única en la que algunos tenemos -sí, inocentes ilusos como yo- confianza plena en que sean el camino para regenerar a las demás, especialmente a los grandes poderes políticos y económicos, esos que con subterfugios judiciales son capaces de darle la vuelta a la tortilla y salir encima como víctimas cuando han sido los responsables de cualquier fechoría de las que salen en las noticias.
Adrián es un caso emblemático, que quizás consiga su indulto con el apoyo de toda la sociedad, pero en el día a día existen muchos adrianes que sufren la injusticia de un sistema que de ciego no tiene nada y muchos menos de equilibrada. Al final, es lo de siempre, en el mundo de los ciegos, el tuerto es el rey. Y a mi no me gusta nada.