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¿Sabías que en Budapest hay un museo de pinballs?

¿Quién no ha jugado alguna vez con una máquina de pinball? Sí, esas tan típicas de los bares cuyo objetivo consiste en hacer rebotar una (o más) bola metálica para ir sumando puntos antes de que se pierda en el abismo entre las palancas impulsoras. Pues resulta que en Budapest hay un museo dedicado a […]

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¿Quién no ha jugado alguna vez con una máquina de pinball? Sí, esas tan típicas de los bares cuyo objetivo consiste en hacer rebotar una (o más) bola metálica para ir sumando puntos antes de que se pierda en el abismo entre las palancas impulsoras. Pues resulta que en Budapest hay un museo dedicado a este tipo de juegos.

Luces vibrantes, tintineos y una música tan caótica como estruendosa. Las máquinas de pinball tienen en Budapest su mayor museo de Europa, un paraíso perdido para nostálgicos y aficionados a la diversión retro.

El pinball, también llamado flipper o maquina del millón, es ese juego antes tan popular en el que, por medio de palancas, el jugador debía de guiar una bola plateada hasta diversos premios sorteando obstáculos cada vez más difíciles.

La recompensa era esa bola o partida extra que prolongaba la diversión y venía acompañada con el estrepitoso sonido de unas maquinas que ahora ya sólo se ven en museos o en colecciones privadas como codiciados objetos de la cultura pop.

En un sótano del distrito 13 de Budapest se encuentra el Museo del flipper, que reúne más de un centenar de estas máquinas, de las más antiguas a las más modernas, en un ambiente de penumbra en el que centellean los colores de los tableros analógicos.

«Se trata de una muestra de 130 flippers, explica a Efe su propietario y fundador, Balázs Pálfi, de 45 años.

La colección en sí es única, ya que aunque existen otros museos de este tipo en Europa las máquinas sólo están allí de exposición, mientras que en Budapest por el precio de la entrada, 10 euros, el visitantes puede jugar todo el tiempo que quiera.

Pálfi, a quien de niño le fascinaban las máquinas del millón, abrió en 2014 el museo cuando ya tenía más de 100 de estos artilugios y cuando vio que poco a poco estaban desapareciendo de los bares.

«Así surgió la idea de instalar el museo, para que otros también puedan disfrutar de mi colección», contó el fundador, que consigue sus pinball de lugares especializados o en internet.

«Quería una muestra de la historia del flipper, con las máquinas claves», agrega Pálfi, en una pequeña sala, donde se encuentran los aparatos más antiguos.

La máquina más vieja del museo es el primer pinball que fue equipado con paletas laterales, el Humpty Dumpty, producto de la fábrica Gottlieb de 1947, considerado el primer verdadero flipper.

Pálfi muestra algunas de sus máquinas, como un Hércules, el flipper más grande, con una longitud de 2’3 metros, un Adams Family, inspirado en la película de la monstruosa familia y que fue el pinball más popular de todos los tiempos.

También destaca el Apollo 13 que en algunos momentos llega a contar con 13 bolas en el tablero, «algo imposible» de controlar y que lo hace más divertido, según Pálfi.

En las salas se combinan los colores y sonidos más variados, y el visitante también pude jugar con pinballs como Orbitor, uno de los más curiosos, inspirado en un planeta desconocido y cuyo tablero no es liso sino que tiene montañas y valles, lo que hace que las bolas se muevan de una manera impredecible.

Estas máquinas siempre fueron un objeto muy popular en las películas y en muchos largometrajes aparecen en escenas tomadas en bares, explica Pálfi, al señalar a una copia del también emblemático Jig Saw, con el que jugaban Jean-Paul Belmondo y Sofia Loren en Dos mujeres (La ciociara, 1960) del director italiano Vittorio De Sica.

«Las máquinas españolas cuentan con diseño interesante. No pueden ser excluidas de una colección como esta», afirma Pálfi, delante de una «Criterium 75», un pinball del fabricante español Recel, con una temática de una carrera de bicicletas.

El flipper, que nació como un juego de bar, fue muy popular durante décadas, pero en los últimos 20 años ha ido desapareciendo de los locales y actualmente es más bien un producto de prestigio y hasta de decoración.

Las máquinas del millón tienen ahora un coste medio de poco más de 2.000 euros, pero en la colección de Pálfi la más cara le llegó a costar 8.000.

Sea como sea, la fama del museo de Budapest es cada vez mayor y, aunque en el local no se vende alcohol ni se permite fumar, a diferencia del ambiente habitual en los bares durante su época dorada, es una opción de diversión para muchos, entre ellos también extranjeros.

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